La casa de Walt Whitman en Camden está cerrada.
Algunos vagabundos merodean en el entorno y nos miran
con el rostro arrasado, el buen rostro arrasado
que la concepción de sus padres les regaló
y fue el peor regalo de sus vidas; y también el único regalo
y el último; el que volverán a ver los ángeles alargados
de los sepelios rutinarios de los servicios sociales.
Un vagabundo me pregunta que si soy chino.
Ojalá lo fuera, y así quitarme de encima la peste de España.
Camden es un suburbio, como mi sagrado corazón.
La casa de Walt Whitman está rodeada de miserables.
Borrachos, vagabundos, negros, hispanos, sacerdotes
de la última voluntad de Jesucristo que no fue
el perdón de los pecados ni la resurrección de los muertos
sino la destrucción y la nada
y el castigo y el predominio del mal, su expansión,
su rigor, su inteligencia, su laboriosidad.
Llamamos a un teléfono que salía en internet
para concertar una cita, pero no pudo ser:
América olvidó a su poeta, y yo lo celebro,
y me alegro, porque nadie merece memoria.
El cielo arriba esconde la nube que te esconde.
Tengo hambre de la sangre de las grandes gradas
donde el empeño ya se desvanece y da paso al ingenuo sol.
Los ríos de la tierra, ¿dónde perseveran?
La basura corre por la calle de tu casa en Camden
y es bella porque no hay voluntad en sus adentros.
Me gusta sonreír al misterio, para que el misterio
se dé cuenta de que no hay miedo ni obstinación en mí.
Fuimos al cementerio y estabas allí, lleno de hojas secas.
Si hubieras sacado la mano de la tumba, te la hubiera
retorcido, porque nadie merece la resurrección de la carne.
Había frente a tu tumba un lago
con cisnes envejecidos, sordos, amarillos.
Envidié el reino animal y el agua, inerte.
Estabas enterrado con tu familia.
También envidié eso: estar allí con tu gente, si es que existió
tu gente; pensé en familiares comidas de domingo
en soleados días de junio, en risas, en abrazos, en amor.
Había lápidas con varios Whitman,
primos y sobrinos y hermanos,
y tíos y abuelos y cuñadas,
no lo sé,
todos pudriéndose juntos.
Había la luz en todas las cosas,
alumbrándolas
para nadie.
No te mereces este poema porque estás muerto.
Y los muertos no sirven para nada.
Dile a mi padre que yo también soy un poeta.
Anda, hazme ese favor, díselo, con cariño.
Manuel Vilas. América. Círculo de Tiza, 2016.
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