domingo, 22 de enero de 2012

No hay tiempo para libros. David González




DAVID GONZÁLEZ ESTÁ VIVO

Contra todo código de honor, los prólogos se encargan a amigos. Estadísticamente, cuanto mejor es el amigo, peor es el prólogo. Una primera frase usual es conocí a [insertar nombre, el de pila, que queda más íntimo] hace muchos años, cuando aún no era poeta publicado, y desde entonces nos ha unido una gran amistad.

Yo a David González no le conozco personalmente. Sólo hemos intercambiado media docena de e-mails en los últimos dos meses. Y si sé quién es David González es porque es poeta publicado, gracias a lo cual he podido leer sus libros. Todo hace presagiar, pues, que éste será el mejor prólogo de todos los tiempos.

Aunque nunca lo consigan, los prologuistas amigos se proponen persuadirnos de que merece la pena leer lo que viene a continuación. Para ello, recurren a estrategias cosa nostra como el homenaje untuoso o el chantaje emocional, acompañados de anécdotas personales que ilustran el carácter del poeta amigo.

Yo a David González sólo le he visto en foto: su cara me es -si acaso- vagamente familiar, no digamos ya su carisma. Por lo de las anécdotas no hay que preocuparse, porque no tengo ninguna. Lo único que sé de David González es lo que pone en sus poemas. Pero, por alguna oscura razón, estoy convencida de que conozco a David González mejor que él mismo.

Esto es lo que he aprendido sobre David González en No hay tiempo para libros:

David González cuenta cosas

Lo cual podría parecer una simpleza, pero que nadie subestime la verborrea de una cabeza hueca: no tener nada que decir casi nunca impide decirlo. Es el drama de demasiados poetas técnicamente válidos y cerebralmente muertos. La criatura humana vive poco y mal, apenas experimenta nada, raras veces piensa por sí misma. Existir es una ocupación a tiempo completo, la vida no nos da para ser fascinantes. Por eso escribimos tonterías o plagiamos a Ginsberg: para sobrevivir a nuestra intrascendencia.

David González no. David González suministra un volumen de información wikipédica. No hay tiempo para libros no deja de ser un título insultantemente irónico, dado que en 125 páginas se contienen seminalmente varias novelas, un par de ensayos y mucha más poesía de la que está impresa en el papel. Otros  poetas -los amigos de prologuistas, mayormente- aislarían cada uno de estos 50 poemas y, con esto viejo y aquello azul y lo de allá prestado, publicarían 50 libros. Claro que, para eso, tendrían antes que concebir al menos uno de estos 50 poemas. Cosa inverosímil donde las haya, por desgracia para ellos y suerte para nosotros.

Los de David González son poemas, sí, pero su naturaleza narrativa los desplaza genológicamente desde la lírica hacia la épica, situándolos en un punto intermedio. El mecanismo es limpio y eficaz: primero se exponen los hechos, después se implica su significado. Los hechos suelen ser propiedad privada, experiencias individuales de los seres humanos/literarios que viven en un libro ominosamente subtitulado Nadie a salvo. El significado de esos hechos, sin embargo, nos alcanza a todos.

Es arriesgado -no suicida- aplicar a David González apodos exhaustos como poeta social, aunque denuncie explícitamente la brutalidad policial - "abajo están las rocas: / y las olas rompiendo contra las rocas: /lavando mi sangre/ y llevándose mis despojos"- o la violencia de un padre contra su propia hija. En unos poemas nos encontraremos a nosotros mismos como miembros a regañadientes de tribus donde ni somos ni deseamos ser bienvenidos: "Musa & david/ no tienen nada de nada: /ni casa propia:/ ni coche:/ ni hijos:/ ni tarjetas de crédito:/ ni vacaciones:/ en realidad:/ y esto es lo más jodido:/ Musa & david/ ni tan siquiera/ se tienen ya/ el uno/ al otro". Pero no hace falta reconocerse en nada ni nadie para comprender algo o a alguien. Es el movimiento del arte por inercia: hacia lo universal. Incapaz de ser trivial, David González no nos entretiene con viñetas ni moralejas ni intrahistorias de la irrelevancia. A lo que él se dedica es a la sustancia de la existencia humana, con independencia de si está incrustada en el cielo roto de Hiroshima o en el nudo de la corbata de American Gigolo. A esto se llama ser postmoderno o, simplemente, pensar.

David González dice lo que pasa

De él amamos su resistencia al amor aprendido. Como un cáncer del alma, el romanticismo pervierte la dignidad de las relaciones humanas, sacrificando la realidad de lo que somos y sentimos - algo tan alto, tan poderoso- en aras de dioses menores, además de falsos. La de David González es una causa perdida-y por eso mismo más noble- contra mil años de cuentos de hadas.

"Love poem" se empuña como arma de destrucción masiva en este cuerpo a cuerpo con el ycomieronperdices. Como indica su título, se trata de un rosario de versos donde una mujer le declara su amor a un hombre. Más sencillo, imposible. Lo que extraña es que suena honesto: "las bragas chorreando: /tan, pero tan mojada/que no me podía ni vestir". Originalmente, "Love poem" era un e-mail y un mensaje de voz: nada más cálido, más íntimo, que las máquinas que nos intercomunican 24/7. La mujer no pronuncia ni una sola vez la palabra "amor". Amar es un proceso, una codependencia ambigua, se canaliza a través de múltiples manifestaciones, a menudo contradictorias. El amor es invasivo, jugoso, incita a compartir con otro lo que uno experimenta.  "Love poem" dice la verdad. Y básicamente el resto de los poemas también.

David González llama a las cosas por su nombre

Anónimo, el dolor son sólo cinco letras. Pero si le añades una mínima biografía, el dolor se hace hombre, se hace mujer. Es entonces cuando empieza a doler. Y mucho.
"Salpicadero" cuenta la historia de una infidelidad. A lo largo de un matrimonio para toda la vida, padre guarda en la guantera de su(s) coche(s) la foto de una mujer que no es madre. Esta anomalía deconstruye a padre en la mente del hijo: "me tengo por un hombre, / con todo lo que ello implica:/ así que puedo ponerme / en el lugar de padre". Tal vez por negarse a escalar las soberbias torres de la superioridad moral, el hijo no juzga a padre por su adulterio de pensamiento, fotografía y obra, sino por condenar a madre -toda humana, tan de carne y hueso- a competir con un sueño. Es el denominado David González plot twist: como en la vida misma, en esta poesía nada es lo que esperamos que sea. Que es precisamente lo que nos hace levantarnos cada mañana o abrir un libro: la expectativa de lo imprevisto, ese impecable oxímoron.

Y después está el dolor irrevocable: la muerte. Una de las falacias más complejas de desmontar en la teoría de los géneros literarios es la sinceridad de las elegías, y no porque sean de suyo insinceras, sino porque lo son de manera mediata: a través del arte como proceso de manipulación de la realidad. Un poema es siempre el producto de un cálculo, o no es un poema. Cuando intentas hacerle entender a alguien que "my father moved through dooms of love" es un artefacto diseñado por una mente pensante y no sólo un corazón sintiente, ese alguien suele mirarte como si acabases de profanar la tumba de e. e. cummings.

Ahora leo "TNT", y me siento avergonzada. Yo, que apunto con dedo acusatorio a chavales de veinte años porque creen en el sufrimiento de Miguel Hernández al querer llorando ser el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas; yo, sin embargo, tengo fe en el duelo de quien me dice: "yo lo único que sé / es que Musa solo tenía 42 años:/ Musa solo tenía 42 años joder: /42:/ y que quería escribir algo sobre ella: solo eso". Sospecho que tiene algo que ver con la forma directa, real, de expresarse. También con la repetición del número 42. Y, sobre todo, con la persona -impulsiva, efusiva, inmensamente viva- que David González ha resucitado en nuestra imaginación. Porque la teoría literaria puede ser convincente. Pero David González lo es más.

David González no es original

Como el resto de la especie humana, David González habla de lo de siempre: que si la soledad, que si el amor, que si la muerte. Los lunes hablará de fútbol, suponemos.

David González habla de lo mismo, sí, pero de otra manera. Cuando recuerda su pasado, no lo hace en términos de divino tesoro o paraíso perdido. La infancia no es inocencia, el niño no es reconfigurado por el adulto de acuerdo con pautas de nostalgia heredada. Para él, la memoria no es invención, sino pensamiento, una ocasión de socavar los cimientos de su propio pedestal: "cinco, seis o siete años: / de ese tiempo seríamos/ cuando dimos con la pistola:/ [...] empezamos,/ por turnos,/ a dispararnos:/ a dispararnos, sí:/ a la tierna y temprana edad de/ cinco, seis o siete años". Ser niño implica sentirse a menudo confuso y casi siempre culpable. Ser niño supone asimilar cantidades obscenas de normas, actitudes y comportamientos que, como mucho, nos permitirán ser ciudadanos de segunda clase en una sociedad que otros han arruinado para nosotros. De niños, estamos en permanente desventaja. Si eso es la inocencia, entonces añorar la infancia es una insensatez: "todavía llevo pantalones cortos: / todavía no ha muerto el dictador: / todavía no descansa en guerra: / todavía llevo pantalones cortos". Son los iconos generacionales a los que nos agarramos para no perder nuestro mísero lugar en el mundo.

Y luego crecemos. Y, aunque parezca increíble, la cosa empeora.

David González es original

Hay ciertas convenciones tan atornilladas al ensamblaje poético que acaban por sacralizarse. Una de las más discretas y por lo tanto dañinas es la manía de colocar las citas inmediatamente a continuación del título del poema. Las palabras de otros son, de este modo, si no una guía de lectura, al menos una contextualización a dos bandas: permiten al autor reconocerse en deuda con una tradición o una inspiración, y al lector situarse en un ángulo óptimo para abarcar una visión lo más amplia posible del espectro cultural y simbólico que se despliega en el poema. Por continuidad y recurrencia, es una de las variedades más consolidadas del intertexto de Genette, lo cual la convierte también en una de las más estáticas y menos interesantes. Casi por definición, en poesía, una cita siempre encabeza.

Denso como un agujero negro, No hay tiempo para libros atrae materia poética o poetizable con una fuerza omnipotente. Las voces salen de gargantas muy dispares, pero a menudo de mujer: la palabra la tiene ellas, desde Margaret Atwood hasta Marlene Dietrich, desde Sharon Olds hasta Calamity Jane, desde Amélie Nothomb hasta Denise Duhamel. En su autoridad se ampara el poeta para enunciar su aquí estoy yo, pero otros hubo antes de mí.

Lo curioso del caso es que ninguno de los invitados hace su brindis antes que el anfitrión: todas las citas se posponen hasta el final de cada poema. En lugar de condicionar nuestro primer contacto con lo que sigue, nos retrotraen hacia una lectura ya consumada, nos hacen reconsiderar nuestra percepción de lo leído. Más que una variante del excutatio non petita, accusatio manifesta, las citas son aquí una ratificación externa de lo que el poeta -parece sugerirse- hubiera dicho de todos modos. A David González no le encabeza nadie. Ni el mismísimo Rimbaud.

David González abre la puerta

A lo que sea. Como soy una prologuista sin escrúpulos, reproduzco en este medio público la siguiente frase de uno de los e-mails personales que David González me ha enviado: "Los puntos son como puertas que se cierran". Y si estas palabras suenan como apocalípticas es porque son ciertas.

La puntuación de No hay tiempo para libros es desconcertante no porque no exista -muchos hay que la suprimen y no pasa nada-, sino porque no es ordinaria. El caballo ganador son los dos puntos, signo por excelencia de la continuidad como tránsito. Los dos puntos nos introducen en una nueva dimensión del multiverso que es cada poema por separado y todos ellos como unidad de significado. Semióticamente, los dos puntos de David González manifiestan una postura del autor ante su obra, del hombre ante el mundo: lo que debería compartimentar, vincula. Al encontrarse con los dos puntos, los ojos se van instintivamente a la palabra siguiente, al próximo verso. La lectura se convierte en compulsiva, casi obsesiva.

Como recomendaba Poe, No hay tiempo parra libros se lee de una sentada: la impresión que recibimos es una, sola, plena. Y no es porque tengamos un rato libre, y ese rato libre coincida casualmente con el tiempo exacto que se tarda en leer estas 125 páginas. No es potestad nuestra decidir si paramos o continuamos. Es el propio libro -los dos puntos hipnóticos- el que marca nuestro tempo. Y la consigna es siempre la misma: adelante.

Porque es adelante, y no a saltos, ni mucho menos hacia atrás. Como estructura narrativa articulada, No hay tiempo para libros procede por secuencia lógica, comenzando con una poética devastadora - "escribo a mano: / igual que si cavase/ mi propia tumba"- y terminando con un haiku de imaginería homérica - "siembro poesía / y cosecho granizo: / las hojas caen" - mientras fragmentos de realidad poéticamente reelaborada -humanamente comprensible- se suceden entre medias. El finis terrae de los poemas verbales es, no obstante, un apellido, una de las palabras más poderosas de la historia de la literatura, un monumento a nuestra grandeza como hombres y mujeres entregados a la creación literaria: Kerouac. Porque sí, somos grandes. Inmensos.

Y hemos dicho poemas verbales porque también los hay visuales. Descontextualizadas, las fotografías e ilustraciones que se intercalan entre estos versos transmitirían señales plurales, polisémicas. Encastradas en Mundo DavidGonzález, su significado se reorienta en una dirección flexible, pero inequívoca. Si, según el poeta, los puntos son puertas que se cierran, las imágenes son aquí ventanas que se abren. Al asomarnos, vemos rostros familiares y desconocidos, objetos que importan porque protagonizan la poesía y la vida que aquí se narra. También vemos a Justicia con su venda -aunque todos sabemos que hace trampa y mira por debajo-. Lo último que vemos es el corazón de una manzana oxidada.

El oxígeno oxida. Nosotros lo respiramos, es pura vida. El combustible de nuestros pulmones es el mismo veneno que degrada la carne de la manzana. Tal vez nuestro corazón también esté oxidado. Quod me nutrit me destruit.

Y porque David González abre puertas, Denise Levertov -a los pies de la manzana herida- cierra el libro con un inapelable puedes seguir: has de continuar. Todavía una niña -12 años tenía entonces-, Levertov tuvo la sabia osadía de enviarle sus poemas nada menos que a T. S. Eliot, a ver qué opinaba. Confianza en sí misma nunca le faltó, a Levertov. Pero lo mejor del caso es que T. S. Eliot le respondió con una carta de dos páginas, donde la animaba a perseverar en la poesía. Es lo que dijo el trueno. Y ella, claro, obedeció.

El testamento quedó leído. Nosotros heredamos la tierra.

David González cambia

Porque heredar no es poseer, No hay tiempo para libros incluye una astuta cláusula que garantiza la libertad de su autor. Nadie se hace poeta para ser rico, popular o Stieg Larsson. Uno escribe poesía para ser libre. O al menos para poder elegir sus propias esclavitudes. David González usa la palabra poeta como si fuera su segundo apellido: basta consultar su página web, davidgonzalezpoeta.com. Parte de sus poemas son su nombre - "me llamo david"- o su identidad -"yo: / poeta maldito" - o alguno de los rostros francisbaconianos que todos nos encontramos de vez en cuando en el espejo. No es egocéntrico: esa enfermedad mental sólo se diagnostica a pacientes con ceguera irreversible. Y la visión de David González es de 20/20, demasiado aguda para su propio bien.

Autoconsciente. Ésa es la descripción: David González es un poeta autoconsciente. Posiblemente, el poeta autoconsciente de la poesía española contemporánea. David González es un hombre de 46 años que se mira las manos como lo hacen los niños: escrutando en ellas un destino. No exageramos: un par de poemas de este libro las tienen como protagonistas en el papel de casus belli. Así que ni freudiano, ni contemplativo, ni autocomplaciente. Autoconsciente.

Como la literatura misma, David González Poeta es autorreferencial, lleva incorporado su propio contexto. En torno a su órbita gravitan David Bowie, los Who, la certeza de que "la belleza/ es una propiedad de la vida". Pero, porque todas las generaciones son perdidas, también él -en su incómoda autoconsciencia- asume que, aunque los sueños no se cumplan, los plazos sí lo hacen, y la serpiente muda de piel, y el escritor da un paso más hacia su obra. Profecía de que "se acerca ya/lahora del relevo", "Testigos" es el comunicado oficial de quien necesita más espacio, o simplemente otro espacio, para ser quien es y hacer lo que hace, y le cede su hábitat creativo a los que aún están creciendo. El cambio, como la verdad, nos vacía de contenido, nos llena de energía, nos hace libres.

Mundo posible con vida inteligente, No hay tiempo para libros es una construcción autónoma, autocrítica, un rito de paso no en un sentido iniciático, sino de transición. David González parece prepararse para algo, se conjura para una metamorfosis dentro del universo que levanta de la nada en cada poema, se arma para seguir adelante, hacia la desesperación, hacia el acabamiento, hacia la verdad que más duele, pero siempre adelante, porque eso es la poesía, eso es la vida.

Que es precisamente lo más valioso que nos ha enseñado No hay tiempo para libros:

David González está vivo

Dos puntos:

(Del prólogo de Ainhoa Sáenz de Zaitegui).

No hay tiempo para libros (Nadie a salvo). David González. Editorial Origami, 2012.





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