domingo, 3 de noviembre de 2013

PRÁCTICA DE LA UTOPÍA. Diego Doncel


También yo me he puesto a conducir esta noche,
como todas las noches de este último tiempo,
con la esperanza de escaparme de aquí.
Llevo la camisa henchida por la brisa
y la luna delante incendiando de mercurio
las aguas del océano.
La radio, sintonizada en un canal muerto,
es un desierto más que me acompaña.
Paso junto a tierras muy usadas sobre
las que pesan planes de especuladores turísticos
que prometen una vida feliz.
El aire está cargado de un blanquecino gas azul
y el cielo es una lámina cambiante
con remolinos de polen, destellos de bruma
y corrientes polvorientas.
En lo alto del parabrisas, libres en el viento
nocturno, los cables telefónicos
sacuden constantemente la forma lejana
de los astros con un leve temblor.

Ya sé que nada va a salvarme,
que ya no soy siquiera aquella bella idea
nacida de la mente de los hombres,
pero me reconforta huir.
De ser algo, soy la conciencia
de lo que no se alcanza ni siquiera a soñar,
una nada muy vieja que ofrece
a las gaviotas un poco de pescado
en la escollera del puerto
y gusta de contemplar su vuelo.

Las curvas se inclinan suavemente
en un húmedo resplandor,
y los colores dorados y cobrizos del asfalto
poseen irisaciones marinas, como escamas.
Los faros de algún coche, en la calma
transparente del salitre,
rotan por el litoral como lo hace
un planeta lejano por su órbita.

Es cierto que tengo muy poca fe,
que apenas espero nada, sobre todo de mí mismo,
pero me consuela observar esas estelas de nubes
blancas y grises como paños
con los que alguien limpia el cielo,
los ojos de una estrella que, venciendo
la distancia que nos separa,
hago que se encuentren con los míos.

Como cada noche, cruzo la línea pintada
en el suelo y conduzco ilegalmente
por el carril de dirección contraria.
La mirada se pierde no en el tramo de carretera
que tengo ante mí, sino en las altas
profundidades astrales.
No me hago ninguna pregunta.

La sensación de volar es muy intensa
cuando traspaso la arista de los cambios de rasante.
Las explosiones del motor, el ruido
con que el alquitrán succiona los neumáticos,
el roce de la chapa y de los plásticos,
me hacen pensar en las explosiones
de hidrógeno y de helio de allá arriba,
en el movimiento de la materia celeste,
en la energía de la luz cruzando el espacio.


Diego Doncel. En ningún paraíso. Visor Libros, 2005.

 

2 comentarios:

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  2. Deduzco que es preferible pagar el peaje de las comarcales porque el cosmos está menos gastado y es más fácil que el cuentakilómetros actué como un péndulo en nuestro subconsciente.
    Los reflejos de la carretera son como espejismos en un desierto que dejan paso a la ensoñación.
    ¡Da gusto dejarse llevar por un poema en movimiento!

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