Cuando el sentido, ese anciano que te hablaba
en horas de soledad, se muere
entonces
miras a la mujer amada como a un viejo,
y lloras.
Y queda
huérfano el poema, sin padre ni madre,
y lo odias,
aborreces al hijo colgando
como un aborto entre las piernas, balanceándose allí
como hilo que cuelga o telaraña,
cuando el sentido muere,
como un niño
castrado por un ciego,
al amparo de la noche feroz, de la noche:
como la voz de un niño perdido aullando en
el viento
el día en que se acaba la canción, dejando
sólo un poco de tabaco en la mano,
y la ciudad ahora, las
ciudades convertidas en vastas plantaciones de tabaco,
y la mano
asombrada toca la boca sin labios
el día en que se acaba la canción, y se pierde
el hombre que a sí mismo le daba el nombre de alguien,
al dar la vuelta a una esquina, un atardecer sin música.
El día en que se acaba la canción el dolor mismo
es sólo un poco de tabaco en la mano,
y las palabras
son todas de antaño, y de otro país, y caen
de la boca sin dientes como un líquido
parecido a la bilis,
el día
en que se muere el sentido, ese
asesino que al crepúsculo hablaba y al
insomnio susurraba palabras y cosas,
el día
en que se acaba la canción miras
a la mujer amada como a un viejo, y
con la cabeza entre las piernas,
frente al mundo abortado, lloras.
Leopoldo María Panero. Poesía Completa 1970-2000. VISOR LIBROS, 2001.
Hoy es el día en que se ha acabado la canción
D.E.P. Leopoldo María Panero
Inexcusable, no reconocerlo. En el horno del cerebro se cuece el pan poético. Las musas desnudan su ballet detrás de las barras del café -el strip-tease de la bragueta es un cuadro de esencias parecido el vicio burgués de escribir versos sin vulgaridad-. Se nos fue un grande, no deberíamos dudarlo. Diría que la canción se renueva detrás de la bilis y del aborto sin fe que arrancamos con tenazas de la palabra. Una mirada oculta, también ocultada, soberbia y desoladora (la música del abismo es la que mejor reconoce el oído). Fuiste ese ciclista de corazón infartado que no desistió de luchar. Antaño, o en otra existencia, ensalzarían todas tus humanas virtudes; pero -febril vanidad- sólo eres un hijo de esta España de telarañas (una cumbre de ocho mil en una tierra de bajezas).
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