La vida, al anochecer, tiene algo de estética quinqui de los
años 80.
Es mejor gozar de la era del vacío vigilando estos
apartamentos de lujo.
Dejarse seducir por el ocaso de las ideologías viendo las
pantallas del circuito cerrado de televisión.
Celebrar el consumo como si las putas formaran parte de
algún paraíso.
La ética solo la consumen los pobres, como el whisky nacional.
Hay que estar a la altura del ejercicio de la política o de las
dimensiones del capital:
el poder se mide por la chica a la que vas a pagar esta noche.
Trabajo observando vidas ajenas, haciendo que el espectáculo
y las mutaciones de sus psicologías más secretas no
puedan ser perturbadas.
Follar clandestinamente en la época de la multiplicidad del yo
no es un vicio, sino una exigencia del mercado.
Ya los medios de comunicación harán su trabajo: mantener la
realidad a raya, sin crítica, en un idealismo feliz.
Las cámaras que enfocan el párking subterráneo, los pasillos,
la piscina del jardín lo registran todo:
el espectáculo de un antiguo director de periódico
obsesionado con las jovencitas,
la llegada de un empresario adúltero con una chica recién
salida de las páginas de una revista del corazón,
una rubia que entiende la función pública como una forma
de intimar con las fuerzas masculinas de los poderes de
su partido.
Soy invisible para ellos, no soy nada, tal vez la parte
despreciable de este país.
Mi vida ni siquiera la sienten como vida, solo un lugar triste
en el que ellos no vivirían jamás.
Les da igual la falta de futuro de mis sueños, mis desórdenes
sentimentales ante esta ciega maquinaria del sistema,
mis pérdidas en los extrarradios cotidianos, en los planes
de urgencia social.
Son ellos los que hacen soplar el viento de la historia, el
mismo que limpiará la faz de la tierra de gente como yo.
En las pantallas, el parpadeo de las imágenes me mantiene
toda la noche despierto.
Celebro mi insignificancia con tragos de cerveza.
Acudo al porno para defenderme del resentimiento, para ser
como ellos, para librarme de mí.
Mi destino es no llegar a ningún sitio.
Al amanecer soy un muerto más.
Atravieso la frontera. Creo que ya estoy a salvo.
Llevo el cerebro hasta arriba de pastillas, el corazón
latiéndome en cada tatuaje de mi piel.
Miro a lo lejos, veo el cielo, el rojo tan violento como el de
una radiación.
La falta de horizonte.
El océano saltando en mil pedazos lo mismo que un cristal
que acaba de romperse.
Diego Doncel. EL FIN DEL MUNDO EN LAS TELEVISIONES. VISOR LIBROS, 2015.
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